Posiblemente nunca se
nos presente una ocasión de salvar a otros con un acto heroico. Sin embargo,
todos los días tenemos la oportunidad de decir una palabra amable a ese amigo que
está cansado o preocupado, de pedir las cosas con amabilidad, de ser
agradecidos, de evitar conversaciones o comentarios que siembran la inquietud y
de las que nada positivo resulta, de ceder en la opinión, de evitar a toda
costa el malhumor que tanto daño causa a nuestro alrededor; de esforzarnos en
escuchar con interés a quien nos habla. A veces, lo que parece más insignificante
(un recuerdo, un saludo amable, un favor que casi no es nada) produce en los
demás un bien desproporcionado: les hace sentirse seguros, tenidos en cuenta,
apreciados, estimulados para el bien. Notamos entonces un reflejo de Dios en la
convivencia, en la vida familiar, muy distinto de aquellas situaciones en las
que se desatan las envidias, donde se crean situaciones tensas o distantes, o
se dicen palabras que nunca se debían haber pronunciado.
Cada día Cristo espera estos actos nuestros con
las manos abiertas. En ellas podemos dejar esfuerzos, sonrisas, constancia y
orden en el trabajo y muchas cosas pequeñas, que Él sabe apreciar, tesoros que
guarda para la eternidad, en donde nos dirá al llegar: Ven, siervo bueno y
fiel, ya que has sido fiel en lo poco, yo te daré lo mucho
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