Nuestro Señor no condenó la riqueza ni los bienes terrenos
por sí mismos. Es más, entre sus amigos y discípulos se encontraban José de
Arimatea y Nicodemo y algunos otros que eran hombres ricos.
Los ricos y los pobres son hijos de Dios, y tanto unos como
otros pueden ser cristianos. Ha habido reyes y reinas, príncipes y nobles que
han sido ejemplos de virtud y de santidad: san Enrique, san Luis de Francia,
santa Isabel de Hungría, san Wenceslao, san Casimiro y muchos más.
Lo que nuestro Señor condena es el apego desordenado a las
riquezas y a los bienes terrenos. Este lleva al hombre a la avaricia hasta el
punto de olvidar lo que es importante en la vida: "¡Necio! – llamó nuestro
Señor en una de sus parábolas a un avaro-; esta misma noche te van a reclamar
el alma. Todo lo que has acumulado, ¿para quién será?".
Las riquezas son algo accidental, y deben ser un medio más
para vivir y para servir mejor a Dios y al prójimo. Cuando el dinero no se usa
para eso, es entonces cuando comienzan los problemas: la prepotencia, la
soberbia, la avaricia, la injusticia y la corrupción.
Lo importante es cómo usamos los bienes: si con ellos
ayudamos a nuestros semejantes, o si sólo nos servimos nuestros caprichos.
Pero, ¡atención!, no hay que ayudar a los demás sólo con las migajas que nos
sobran, sino con verdadera generosidad. Sólo así
vamos por el recto camino.
Señor,
Ayúdame a salir de mi zona de confort para dejar a un lado todo lo que
entorpezca o disminuya mi amor y mi generosidad a Ti y a los demás.
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